domingo, 1 de mayo de 2011

Una historia para ser contada, una historia de la que aprender


Esta historia se presenta con seudónimos para las personas que en ella participan por deseo de la fuente, aunque todos los hechos son verdad. Este reportaje se hizo con el fin de ser presentado al "“V Concurso Intergeneracional Tienes una historia que contar, organizado por la fundación "Esto es Vida, Iniciativas Sociales,S.L.". Es un testimonio de lo crueles que llegaron a ser los años de la posguerra en España.

“Lo que yo he pasado no se lo deseo a nadie, fue una infancia horrible y cruel. No me quiso nadie” Esta historia es la historia de una mujer luchadora, firme y optimista, que se ha mantenido  a flote a pesar de sufrir la peor de las tormentas, aferrada a la esperanza.

Alejandra se quedó sola cuando tenía  apenas dos años. Su madre, maestra, murió durante la guerra.  Seguidamente, la abuela materna de Alejandra murió de la pena que causa perder un hijo. Su abuelo  Ricardo se hizo cargo de ella, junto con sus otras dos hijas, las tías de Alejandra, de cuatro y ocho años. Ana y Paula, así se llamaban.  El padre de Alejandra, soldado en el frente republicano,  se vio obligado a exiliarse a Francia antes de saber que su esposa estaba embarazada. A su abuelo, con todo lo que tenía a sus espaldas, le dio por la bebida. Se vieron obligados a vender todas las tierras que poseían y cayeron en la miseria, abocados a pedir limosna.  Al poco tiempo se fueron a Barcelona en busca de mejor fortuna. En Barcelona su tía Ana, la mayor de las tres niñas, encontró  trabajo como interna y separó su camino del de su familia.  Durante su estancia en Barcelona,  unos marqueses ofrecieron a Ricardo el dejarles  a la niña en adopción, pero éste se negó a sabiendas que si lo hacía nunca más la volvería a ver. 

Finalmente, decidieron volver a su pueblo natal, y subsistieron viviendo en los portales. Quiso el destino, caprichoso y sorprendente, que una noche el abuelo de Alejandra escuchara una discusión descomunal de un matrimonio en una casa cercana. Decidió intervenir, impulsado por su carácter noble,  para proteger a la mujer de su marido violento. Al ver que la mujer era paralítica no dudó en enfrentarse al hombre y echarle de la casa. Una vez que el marido de ésta se hubo ido, se quedó charlando con la mujer. A lo largo de la conversación descubrieron que tenían familiares en común, Juan García, cuñado de ella y mellizo del yerno de él. La hermana de la mujer era esposa del tío de Alejandra. Su hijo vivía con ellos en Madrid, ya que, dado a su parálisis, ella no se podía hacer cargo de él. Ricardo decidió entonces escribir una carta a Juan, con el fin de que se hiciera cargo de su sobrina.

Finalmente la pequeña se quedó con la familia de sus tíos. Su tía Antonia nunca vio con buenos ojos que Alejandra viviera con ellos, ya que para hacerse cargo de ella tuvieron que devolver  con su madre a su sobrino. El matrimonio ya tenía un hijo propio y no se podían permitir mantener a dos más. Tuvo Alejandra prioridad por ser huérfana, a diferencia del otro chiquillo. 

Su infancia con sus  tíos fue muy infeliz, su tía la pegaba y la insultaba, además de cargar sobre ella todas las tareas del hogar. Incluso llegó a pasar hambre. Con seis años limpiaba lo que toda la familia ensuciaba, haciéndose cargo  de las tareas más desagradables. Nunca recibió por parte de su tía una muestra de afecto o cariño. Alejandra, sin embargo, siempre permanecía alegre, cariñosa y obedecía a todo lo que se la decía. Un día, su tía le dijo a Alejandra que se le había aparecido el fantasma de su madre, y que le había advertido con que no pegara más a su hija. Este le pareció a Alejandra delirios de su tía loca. Desde ese día, no obstante, el trato que recibió la niña de su tía fue un poco mejor.  Alejandra siempre procuró ganarse el cariño de su tía, incluso la preguntó si la podía llamar “mamá”, ya que ella no tenía. Los niños no entienden de crueldad, sólo buscan el cariño, el aprecio y el reconocimiento. “En mi infancia no me quiso nadie, pasé muchos ratos sola en la escalera llorando”.

Cuando Alejandra tenía unos diez años, el destino volvió a hacer de las suyas,  y quiso que Juan se encontrara con su hermano Alejandro en el metro,  padre de Alejandra, que había conseguido volver a España para arreglar unos papeles. Desconocía que tuviera una hija. Se negó a verla porque ya tenía una vida  y una familia en Francia. Finalmente, aceptó a  ir a verla. “Eres igual que tu madre”, fue lo único que le dijo cuando por fin vio a su hija, sin que le diera, tan siquiera,  un beso o un abrazo. Le preguntó si estaba bien con sus tíos, ya que con ellos se iba a quedar.  Él no la sentía como hija suya, y no se la llevaría a Francia con él.
Se tuvo que resignar al infierno de la casa de sus tíos,  quienes, cada día desde entonces, la despreciaban más. A la crueldad de la niñez la siguió la represión de la adolescencia. A penas la dejaban salir, y tenía  que trabajar para poder costearse sus gastos. Sin embargo, disfrutó de muy buenos ratos en compañía de sus amigos. Se había convertido en una chica muy guapa, y no le faltaban pretendientes.

Finalmente se casó con un buen hombre, con el que tuvo dos hijos. La historia termina bien. Alejandra salió de casa de sus tíos y fundó su familia.

Ahora Alejandra es una mujer feliz, que rebosa simpatía, cariño y generosidad. Durante la entrevista no me creía lo que me contaba. “¿Cómo puede ser que una persona que ha pasado este infierno sea tan entrañable como Alejandra?”. No dejaba de preguntarme esto mientras me relataba su historia. Una historia para ser contada, una historia de la que aprender.